En las montañas de Nicaragua, el canto de los pájaros inaugura el día con los primeros rayos del sol. Resulta curioso pensar que, desde el inicio de su recorrido en la corteza solar hasta la atmósfera de nuestro planeta, haya recorrido miles de kilómetros en aproximadamente 8 minutos. Es decir, la luz que vemos es 8 minutos antigua: nuestro presente es también pasado.
Por Ernesto Paredes Pérez, Radio La Primerísima
De igual manera funciona la historia. Hace dos siglos, Marx discutía con la forma en que esta era considerada: relatos de nobles, leyendas de héroes (pocas veces de heroínas) que de alguna forma no muy clara hacían mover los mecanismos de la historia. Discutía fuertemente, argumentando que a esos relatos les faltaba el elemento esencial: el pueblo, los y las trabajadoras, los considerados descartables por un sistema económico cada vez más voraz.
Situados hoy en nuestra línea temporal, en nuestro calendario, resulta relativamente fácil retrotraernos a instantes decisorios, a hechos o acciones que de alguna manera cambiaron el curso de los acontecimientos futuros. Pero algo siempre se nos escapa, algo a lo que –a pesar de contar con tanta tecnología– no podemos acceder: el conjunto de interacciones químicas en el cerebro que llamamos pensamiento.
Nicaragua, 4 de mayo de 1927. Un hombre de poca estatura, piel morena y tostada por el sol y la intemperie; un ser humano magnético, preclaro y decidido; un hijo de pueblos olvidados y humillados, se mece en una hamaca. Quizás, si nos ponemos un poco románticos, con una taza de café o un vaso de pinol. El mundo parece detenerse, a la expectativa, observando cómo con mecida aumentan los latidos de su corazón y se aceleran los engranajes de su cerebro. Cómo con cada movimiento el espíritu atado a su cuerpo terrenal, palpable y tosco, toma cada vez mayor magnitud y trascendencia.
El hombre, con la paz de un río atávico, se sitúa en medio de una tormenta: presiones, chantajes, palabrería. Está conociendo el verdadero carácter, la verdadera savia, las reales motivaciones de aquellos que luchaban –supuestamente– por una idea y al ver los primeros dólares sobre la mesa, renegaban de ella. El festín de unos cuantos, a costa de la mierda que tenían que comer unos muchos.
Alguien tiene que ser, se decía a sí mismo. ¿Aunque se venga el mundo encima? Aunque se venga el mundo encima. Está bien, entonces contabilicemos: ¿Cuántos estamos? Habrá que ver qué pasa. Que todos lancen sus cartas, que todos muestren la madera de que están hechos. Alguien tiene que ser, repetía, aunque se venga el mundo encima.
Casi 100 años han pasado desde entonces. 100 años que han visto internet, bombas atómicas, inteligencia artificial, Tik Tok. En fin, las llamadas fuerzas productivas. El hombre de la hamaca contó inicialmente con 29 personas, y luego fueron más, y más, y más. Controló gran parte del territorio nacional. Construyó escuelas y cooperativas. Expulsó a los norteamericanos. Dio el ejemplo. Moldeó con sus manos el futuro que creía debía ser. Miró su reflejo en los ríos, en los espejos, sin que un solo día fuera enturbiado o manchado. Finalmente, fue asesinado a traición: un clásico. Quería la paz, luego de haber puesto el pellejo en la guerra.
Sin embargo, así como los rayos del sol, desde un pasado cercano –en términos relativos– esa vigorosidad sigue encendiendo las conciencias. En términos superficiales, las circunstancias han cambiado: bombas atómicas, inteligencia artificial, TikTok; pero en el fondo, las placas tectónicas siguen en pugna. Los motivos subyacentes que lo levantaron de la hamaca para enmontañarse en una gesta sin parangón en la historia siguen vigentes. Y urgentes.
La historia no siempre es justa. Es mucho más fácil juzgar o posicionarse cuando ya los hechos se han desencadenado, pero lo crucial es hacerlo en el momento. El hombre de la hamaca tenía plena consciencia que la muerte era una posibilidad alta y real, pero aún más fe tenía en que otros, tomara el tiempo que tomara, seguirían sus pasos. Hoy ocurre así. Hoy son un hombre con una gorra y una mujer con collares, los que se enfrentan a las mismas vicisitudes. Hoy son ese hombre y esa mujer las crean las escuelas, los caminos, los hospitales, por donde pueden cruzar hombres y mujeres verdaderamente libres, en un país verdaderamente libre y verdaderamente digno.
Y también somos nosotros –guiados por ellos–: hormigas, con nombres y apellidos propios, con dignidad conquistada a sangre y fuego, los que luchamos contra los mismos enemigos.
Resulta increíble que el deseo, ideal o aspiración de que cada ser humano sea tratado dignamente, con respeto, sin discriminación ni marginación de ningún tipo, irrite tanto a los que se sientan en palacios, casas blancas o púlpitos. Y que estos sean capaces de incendiar todo a su paso, de mentir, de enredar con tal que el sistema que crearon a imagen y semejanza no se mueva ni un centímetro. Pero es lo que hay. Es lo que nos toca combatir.
¿Qué nos toca hacer entonces? Sencillo: luchar contra el imperialismo (que es luchar contra la pobreza) en Nicaragua y en el mundo. En Nicaragua se traduce en trabajar más y mejor. En aportar, de una forma cada vez más eficiente en la construcción de los cimientos económicos, culturales e ideológicos del país. En el mundo, se traduce en apoyar decididamente y sin medias tintas a los pueblos que luchan: Palestina, el Donbass, África. Solo la unión hace la fuerza contra un enemigo que nos pretende aplastar a todos por igual.
Nicaragua es hoy un ejemplo al llevar a juicio a antiguas potencias a que rindan cuenta por incentivar genocidios, derrocamiento de gobiernos, bombardeo de ciudades enteras y a vista, pantalla y paciencia del mundo entero. Nicaragua es un ejemplo de que, aún con recursos financieros muy limitados, se puede vivir mejor sin renunciar a los principios, a la palabra, a la sangre de los que nos dieron la posibilidad de existir.
En fin, Nicaragua es hoy real y palpable, por aquel hombre meciéndose. Por aquella decisión que alteró el curso de la historia. Por aquel ejemplo que, como los rayos de un sol que no declina, nos exige compromiso y acción. Aunque se venga el mundo encima.