Aquel jueves 23 de julio de 1959


En conmemoración del 65 aniversario de la masacre estudiantil de 1959, el Centro Universitario de la Universitario de la Universidad Nacional (CUUN) de León, inauguró el lunes el mausoleo a los cuatro estudiantes exterminados por la hordas somocistas, y al Héroe de la Paz asesinado por las bandas terroristas en 2018.

Por Radio La Primerísima

Decenas de estudiantes y autoridades universitarias y políticas de la ciudad de León participaron en la develación de los bustos de Sergio Octavio Saldaña González, de 20 años, originario de León; José Rubí Somarriba, de 21 años, originario de El Viejo; Erick Ramírez Medrano, de 17 años, originario de Chichigalpa, y Mauricio Martínez Santamaría, de 19 años, originario de Chinandega, acribillados a balazos el 23 de julio de 1959.

El quinto busto es del Héroe de la Paz Cristian Emilio Cadenas, asesinado el 20 de abril de 2018, cuando las bandas de facinerosos prendieron fuego al local del CUUN, en donde se encontraba el joven estudiante de Agroecología.

El 18 de julio de 1984, la Junta de Gobierno de Reconstrucción Nacional declaró el 23 de julio “Día Nacional del Estudiante Nicaragüense”, fecha que es recordada en los centros de enseñanza de los niveles de educación primaria, secundaria y universitaria del país en honor a las luchas del movimiento estudiantil universitario nicaragüense.

Qué ocurrió en 1959

Por Dora Luz Romero, diario La Prensa. El original fue publicado el 12 de julio de 1999 y ha sido editado y actualizado

Era jueves. Las campanas de la Catedral ya habían sonado anunciando el Santísimo. Faltaba poco para que el sol se ocultara y el cielo –dicen quienes estuvieron ahí– se veía humoso. De pronto mientras los feligreses acudían a la misa escucharon el tiroteo. Apenas a una cuadra de la iglesia, la Guardia somocista reprimía a los estudiantes de la Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua (UNAN), quienes realizaban una marcha.

Ahí, a una cuadra de la Catedral de León, entre la esquina de la extinta Librería Recalde y la esquina del Club Social, se encontraban tres filas de guardias somocistas. Los primeros de pie, otros hincados y una última fila con pecho en suelo. Vestían de uniforme, estaban con rifle en posición de combate y llevaban puestos cascos de acero.

Minutos antes de las campanadas de la Catedral, el mayor de la Guardia Nacional Anastasio Ortiz había dado órdenes de disparar contra una muchedumbre de estudiantes. Tiraron bombas lacrimógenas y les dispararon sin clemencia a esos estudiantes que protestaban por los sucesos ocurridos en El Chaparral y que pedían libertad y democracia en Nicaragua. Para esos años el país vivía bajo la dictadura somocista. Ocupaba la presidencia Luis Somoza Debayle (1956-1963), quien asumió en 1956, año que murió su padre, el general Anastasio Somoza García (quien por órdenes de Estados Unidos asesinó al General Sandino el 21 de febrero de 1934)

Al primer estallido de las bombas, los estudiantes salieron –de espaldas a la Guardia– despavoridos. Algunos lograron entrar a las casas aledañas para protegerse de las balas, otros no corrieron la misma suerte y quedaron tendidos en la calle bañados en sangre.

De aquel episodio conocido como la masacre estudiantil del 23 de julio resultaron cuatro estudiantes muertos y decenas de heridos. Erick Ramírez, Sergio Saldaña, José Rubí y Mauricio Martínez eran los jóvenes caídos. La noticia corrió por todo el pueblo y por toda Nicaragua. Los periódicos de la época dedicaron sus primeras planas a la tragedia. Hubo llantos, flores, discursos…

Han pasado ya 65 años desde ese día. Algunos de los estudiantes participantes de aquella manifestación ya fallecieron, pero otros aún viven y con recuerdos mustios cuentan la historia de la que fueron parte.

Carlos Fonseca en 1961

En 1959 se cumplían 25 años de la Dictadura Somocista. A finales de mayo e inicios de junio se había dado la rebelión de Olama y Mollejones. Ese mismo año, en enero, triunfó la Revolución cubana. “El movimiento estudiantil apoyó Olama y Mollejones, pero no con el entusiasmo que lo haríamos cuando cae herido en El Chaparral Carlos Fonseca”, recuerda Joaquín Solís Piura, en aquel entonces presidente del Centro Universitario de la Universidad Nacional (CUUN).

Y es que lo que despierta a los estudiantes, de lo que Luis Rivas Leiva –estudiante de Medicina de la época– llama “letargo” fueron los sucesos de El Chaparral, donde el 22 de junio de 1959 entre la frontera de Nicaragua y Honduras un grupo de jóvenes fue entrampado por los ejércitos nicaragüense y hondureño. Hubo varios muertos y heridos, entre ellos Carlos Fonseca Amador, quien era estudiante de la UNAN.

Cuando el alumnado se entera de la posible muerte de Carlos Fonseca, con quien habían compartido en las aulas de clases, se levantaron en protesta y así fue que se dio una serie de manifestaciones que culminarían con la del 23 de julio. Marcharon en León, también lo hicieron en Chinandega.

Carlos Fonseca había llegado a la UNAN en 1956. Estudiaba Derecho y, según los alumnos de la época, era un líder nato. “Su presencia fue un factor de articulación de esta juventud que venía llena de ideales y entusiasmo, cuyo objetivo en común es la lucha contra la dictadura y el derrocamiento del régimen”, asegura Alejandro Serrano Caldera, quien en ese tiempo tenía 18 años y era estudiante del tercer año de Derecho. En 1958 reaparece en las aulas de clase Fonseca, pero al año se retira nuevamente.

Año con año los estudiantes de León realizaban una especie de carnaval para dar la bienvenida a los alumnos de primer ingreso, a quienes llaman “pelones”. En el desfile alegre y colorido se acostumbraba a rapar a los novatos y exponerlos por las calles de León. Los estudiantes tomaban guaro, bailaban, brincaban y así recibían a sus nuevos compañeros. Pero ese año sería diferente. En honor a su compañero Carlos Fonseca y los caídos en El Chaparral, en lugar de un carnaval, se realizaría un desfile fúnebre. Los novatos se vestirían de pantalón negro, camisa blanca y corbata negra. Las mujeres también vestirían de colores oscuros.

Al mediodía del 23, los estudiantes Manolo Morales y Alejandro Serrano Caldera fueron a retirar el permiso para realizar la manifestación, otorgado por el Comando Departamental de León. “Ahí nos lo entregó el coronel Juan César Prado y recuerdo que estaba junto a él el mayor Anastasio Ortiz”, dice Serrano Caldera, quien era el secretario de Cultura.

Joaquín Solís Piura, quien cursaba quinto año de Medicina, hacía menos de un mes que había sido electo presidente del CUUN. Le acompañaba en la vicepresidencia Francisco Buitrago.

Fantina Palma era una niña de 13 años en ese tiempo. Recién había salido de la primaria y decidió que se dedicaría a la costura. Esta pequeña delgada, blanca y de cabello largo, que ahora se convirtió en una señora de 63 años, adoraba escuchar la oratoria de los universitarios.

Gonzalo Alvarado cursaba el cuarto año en el Instituto Nacional de Occidente y en una ocasión Carlos Fonseca había llegado a hablar a ese colegio. “Desde ahí quedé con la espinita”, dice este hombre que perdió una pierna en la masacre.

Ramón Romero, originario de León y estudiante de los últimos años de Derecho, era el presidente de la Asociación de Estudiantes de Derecho. Luis Felipe Pérez estudiaba cuarto año de Derecho, tenía 23 años. Mientras que Luis Rivas Leiva tenía 21 años y cursaba segundo año de Derecho. Todos ellos tienen una historia que contar de aquella tarde.

El periódico Impacto le dedicó su portada a los sucesos del 23 de julio. Estas son las imágenes que aparecieron publicadas de los fallecidos. De izquierda a derecha: Sergio Saldaña, Erick Ramírez, José Rubí y Mauricio Martínez.

¡Libertad! ¡Libertad! ¡Libertad!, gritaban los estudiantes vestidos tal y como habían acordado, de luto. El desfile había salido poco después de las 3:00 de la tarde del 23 de julio de la sede central de la UNAN. Antes, en el paraninfo del centro universitario –ese lugar donde ahora se ven cuadros pintados de los rectores de la universidad y debajo de cada imagen se lee Mariano Fiallos Gil, Francisco Ayerdis, Juan de Dios Vanegas–, se habían dado varios discursos. Habló Solís Piura, también Rafael Ugarte y el último de los discursos antes de salir a protestar por las calles de León lo pronunció Alejandro Serrano Caldera. “Condené la dictadura, hablé de la lucha por la democracia, la condena por el crimen de El Chaparral”, recuerda Serrano.

Era una tarde soleada. Los alumnos llenos de entusiasmo gritaban consignas: “¡Muera Somoza! ¡No a la dictadura! ¡Viva Carlos Fonseca! ¡El pueblo unido jamás será vencido!”. Caminaban a paso lento y en cada esquina había un orador que tomaba la palabra mientras el resto escuchaba. Habló Fernando Gordillo, también lo hizo Joaquín Solís Piura. Marcharon por varias calles de la ciudad. A la cabeza iban los que portaban la bandera de Nicaragua y de la universidad. Además le acompañaban los dirigentes estudiantiles.

Caminaban sobre la Calle Real (hoy Calle Rubén Darío) rumbo a la Casa Prío (ahora ENITEL) cuando un cordón de guardias se puso al frente, impidiéndoles el paso. Los manifestantes avanzaron. “Estábamos pecho contra bayoneta”, recuerda Solís Piura. Gonzalo Alvarado, estudiante de Derecho, dice que “no nos dejaban pasar porque estábamos muy cerca del cuartel y ellos no queríamos que pasáramos por ahí”.

Cuatro cruces pintadas en la calle donde fueron asesinados los cuatro estudiantes

Mientras transcurrían las discusiones entre guardias y estudiantes, en la acera del Club Social, aquel gran edificio pintado de verde claro, permanecía un grupo de señores. Eran la élite leonesa. “Vestidos de saco blanco se mecían en unas sillas de mimbre”, recuerda una pobladora de León. Parecían imperturbables, dijo Fernando Gordillo en su escrito La tarde del 23.

Finalmente se llegó a un acuerdo. Ambos bandos retrocederían. Guardias y universitarios. Así ocurrió hasta que pocos minutos antes de que se disolviera la manifestación los estudiantes se enteraron de que algunos de sus compañeros habían sido detenidos.

En la plazoleta de la universidad los dirigentes intentaban apaciguar los ánimos caldeados de los manifestantes. “Quédense aquí, nosotros iremos y luego les informaremos lo que pasa”, dijo en voz alta Joaquín Solís, luego de que se eligiera una comitiva para ir al cuartel a abogar por los detenidos.

Iban Humberto Obregón, Joaquín Solís Piura… hablaron con el coronel Juan César Prado. “Con toda prepotencia nos dijo que tenía instrucciones del general Somoza de que disolviéramos a como diera lugar. Con culata, gases o con tiros. Así nos lo advirtió. Yo le dije: ‘usted tiene la fuerza, pero realmente no es civilizado'”, afirma Solís.

La Guardia soltó a los estudiantes, pero mientras la comitiva conversaba con las autoridades se escucharon gritos desde fuera. Solís Piura y sus compañeros se asomaron por el balcón del cuartel que da hacia el Parque Central y divisaron a la multitud enfrentándose a tres filas de guardias armados en la esquina del Club Social.

“¡Nos vamos! Esto es muy peligroso”, dijo Solís Piura y en cuestión de minutos bajaron del segundo piso para reunirse con sus compañeros. En los cien metros que les tocó caminar y que Solís le llama “la cuadra de la amargura” la comitiva recibió culatazos por parte de los guardias.

Fantina Palma, la pequeña de 13 años, se había subido a una de las ventanas del Club Social para ver mejor. En eso pasó su mamá, quien iba con su hermana menor a una de las clínicas que quedaban en esa calle. Le dijo que se fuera para la casa. “Si mama, ya voy”, le contestó pero sin obedecerle.

Cuando la comitiva logró llegar, inmediatamente Solís, con apenas 22 años, se subió a una parte alta en la acera de la esquina de la Librería Recalde –en medio de la Guardia y los manifestantes– y a gritos pedía silencio de la muchedumbre. “Me costó mucho. Había muchas consignas. Un gran clamor. Mucha efervescencia. Ni siquiera era un discurso para levantar más a los estudiantes. Les estaba diciendo lo positivo”. De pronto se escucharon los disparos, las bombas lacrimógenas explotaron y los estudiantes comenzaron a correr.

Había tres filas de guardias. La primera tendida en el suelo, la segunda hincada y la tercera de pie. Todos en posición de disparar. Detrás de ellos se encontraba el mayor Anastasio Ortiz. Se fumaba un puro, recuerda Fantina Palma, quien permanecía en la esquina del Club Social.

Ortiz levantó la mano derecha y dio la orden: ¡Fuego! Al instante, todos los presentes corrieron impávidos. “Era un infierno. Corrí toda una cuadra con las balas detrás de mí. Muchos muchachos se metieron en las casas vecinas”, dice Solís.

“Todos corrían, todos gritaban, el humo de las bombas era desesperante. Cuando levanto mi cabeza veo que están disparando más de mi lado, entonces me cruzo la calle”, dice Fantina. Mientras corría temerosa asegura que un guardia con pecho en suelo le dijo: “¡Ah! Faltás vos hija de…” y le disparó en la espalda, un tiro que le perforó el pulmón y salió por el busto derecho. La pequeña cayó al suelo y posteriormente fue trasladada al hospital, al igual que el resto de heridos.

Luis Felipe Pérez y Gonzalo Alvarado también corrían sin cesar intentando escabullir las balas. Cada uno por su lado. “El piso era un manto de sangre. Estaba dundo por el humo y me había cortado los tendones, pero cuando miro al cura que me agarra la cabeza y me da la extremaunción dije yo: ‘¡voy de viaje'”, recuerda entre risas Luis Felipe Pérez.

Gonzalo Alvarado dice haber caído enrollado en la bandera que le acababa de entregar Jesús “Chuno” Blandón. “Me dispararon en la pierna y ya no pude levantarme, así que me arrastré intentando entrar a la clínica del doctor Espinoza. Alguien que no recuerdo me dio la mano y me jaló”, asegura Alvarado. Minutos después fue trasladado al hospital. “En la ambulancia que me montaron iba Mauricio Martínez. Iba vivo, tirando sangre a borbollones porque le habían dado un tiro en el pecho. Murió llegando al hospital (San Vicente)”, cuenta.

Luis Rivas corrió hasta el cansancio. “Corrí como venado. Nunca creíamos que iban a disparar. Iba ahogándome por las bombas, me luxé el brazo y recibí un disparo en la cadera”, dice. Mientras tanto Ramón Romero iba por la acera del Club Social. “Iba pegado a la pared. Cuando vi que no cesaba me tiré debajo de un vehículo estacionado a esperar que se calmara. Cuando me incorporé estaba frente a la clínica del doctor Filiberto Herdocia, que se encontraba atestada de estudiantes que se lamentaban, lloraban…”, afirma. Pero en eso escuchó: “Toro (como era conocido), pero si vos también estás herido”, le decía un compañero.

“Hasta ese momento sentí que tenía el pie derecho metido en un agua tibia. Era la sangre. También tenía un refilón en la oreja”, confía.

Aquello era escalofriante: heridos, muertos, gritos… Joaquín Solís Piura recuerda la desolación que vivió. Pero la escena que aún después de 50 años hace que las lágrimas corran por sus mejillas es cuando vio en el piso a José Rubí, quien era presidente de los estudiantes de Medicina y gran amigo suyo. “Lo sostuve entre mis brazos. Tenía el cráneo destrozado”, expresa Solís, con la voz quebrada.

Lo único que queda de aquel día son los recuerdos de quienes presenciaron los hechos y un monumento erguido sobre la avenida que en honor a los caídos fue llamada: Calle 23 de Julio.

En 1957 la universidad experimenta un cambio fundamental. El presidente Luis Somoza designa al doctor Mariano Fiallos Gil como rector de la universidad. Sin embargo, Fiallos Gil dice que aceptará con la condición de que se le otorgara a la universidad su autonomía. El 25 de marzo de 1958 el presidente decretó la autonomía universitaria. Luego se elevó a rango constitucional. A un año de la autonomía universitaria se dieron los sucesos del 23 de julio. “Se dijo que ese había sido el precio de la autonomía”, asegura Alejandro Serrano Caldera.

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